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thelema en español: Los dos tipos de inmortalidad

domingo, 30 de noviembre de 2008

Los dos tipos de inmortalidad

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De las muchas verdades que quedaron olvidadas a partir de ese cáncer que llamamos cariñosamente "la modernidad" se encuentra uno que se ha estado intuyendo en distintas escuelas filosóficas, o que se ha intentado recuperar mediante diversas filosofías y formas espirituales. La verdad a la que me refiero es la inmortalidad y sus dos tipos.

Antes de preguntarnos por métodos científicos y definiciones absolutas debe quedar en claro que frente a la inmortalidad la primera pregunta que ha de hacerse no es ¿es demostrable? o ¿qué impacto tiene sobre los individuos?, o incluso ¿qué puedo hacer para obtenerla? La primera pregunta, la fundamental, es ¿inmortalidad de qué? Aquí está el meollo del asunto.

Para preguntarnos sobre la inmortalidad, y esto es por cierto verdadero para cualquier otra pregunta, es necesario trazar la senda de la pregunta, el "hacia dónde" nos dirigirá la pregunta. En este caso ¿la inmortalidad de qué? Pero para contestar a las preguntas es necesario también preparar un camino, o mejor dicho, un horizonte en el cual sea posible contestarse esa pregunta. Que este método es correcto basta con imaginar (o recordar) lo que ocurre cuando se trata de contestar una pregunta usando un horizonte que no le compete, ¿cómo podríamos preguntarnos por la belleza si, presas del apuro o quizás de la soberbia, partimos de un horizonte puramente matemático? No podríamos pensar lo bello si todo queremos verlo en números y concluiríamos que semejante cosa no existe, cosa que es evidentemente falsa. Lo contrario puede suceder también, cuando nos preguntamos por la velocidad de la rotación de la Tierra no cabe prefigurar un horizonte estético o místico, pues es una pregunta evidentemente matemática.

Si ya hemos trazado la senda que nos llevará en este pensar sobre la inmortalidad, ¿cuál debería ser el horizonte? Hay que saber los modos en que se hablaba sobre la inmortalidad, para que dentro de esos modos encontremos el qué de la inmortalidad. Los modos en que los antiguos se referían a la inmortalidad cabe en dos categorías: La cíclica y la estable.

El ejemplo más sencillo, más a la mano, que tenemos sobre la inmortalidad la tenemos en el cristianismo. Luego de una vida de X o Y características el alma, inmortal por supuesto, descansa eternamente en la presencia de dios todopoderoso. Aquí está la clave, descansa. El descanso es inmovilidad.

No todas las creencias sobre inmortalidad se refieren a un descanso. Los budistas, o hinduístas, conciben que el alma reencarna una y otra vez. Reencarnar y descansar son completamente diferentes.

Quienes quieren unir todas las religiones en un cristianismo budista (si cabe semejante cosa) les gustaría ver en la Biblia la creencia en la reencarnación. Quienes buscan semejante unificación universal olvidan que, el que existan dos formas de inmortalidad, no quiere decir que necesariamente uno esté en lo correcto y el otro no.

Son dos formas distintas de inmortalidad, no necesariamente contradictorias, que nacen de dos formas diferentes de pensar. Estas formas de pensar, de nuevo, no son ni absolutamente ciertas ni absolutamente falsas. ¿En qué está pensando el cristiano, musulman, egipcio, azteca, etc., que ve en la inmortalidad una estabilidad absoluta? Miran las estrellas y observan que aunque se mueven son siempre iguales. El sol nunca cambia ni se apaga, se oculta pero sigue brillando por debajo de la Tierra (tal era la creencia).

El budista, o aquel que cree en la reencarnación, parte de una observación distinta, no de los astros, sino de la vida. Los vegetales mueren y renacen constantemente. Una liebre muere y su cadaver alimenta a millones de insectos, los cuales son devorados por ranas, las cuales son cazadas por personas que se las comen para sobrevivir. En la Naturaleza encontramos que todo perece y renace constantemente.

Es una lástima que en nuestra vida acelerada y urbanizada estemos en tan poco contacto con la Naturaleza como para olvidar lo frugal que resulta la existencia de todo.

El culto solar observa en los astros, en lo estable, el principio de la vida. El culto lunar observa en los ciclos el principio de la vida. ¿Quién está bien o mal? Debemos dejar nuestros prejuicios maniqueos. El budista, como el hinduista, conciben las dos cosas al mismo tiempo, el Hombre reencarna una y otra vez, como la vida vegetal, hasta que alcanza la iluminación y es por siempre un sol. El cristiano concibe a un dios que va y que viene, que muere y marchita y renace como la primavera.

La vida es como el fuego, es brillante y repleto de chispas que se encienden y apagan. Cada llamarada, por pequeña que sea, ilumina y pasa. Sin embargo el fuego permanece. El fuego no es una cosa y sin embargo consume todas las cosas. La inmortalidad en el ciclo, sea breve o corto, piensa como el fuego, que va y que viene, que constantemente deambula en la línea que separa el ser del no-ser. Heráclito relaciona el logos (el ser de las cosas, pero también el ser en si mismo) con el fuego. Nuestra vida parece lenta, a veces rápida, pero siempre dominada por horas que siempre duran 60 minutos, o por minutos que siempre duran 60 segundos. ¿Pero qué pasa cuando examinamos la Historia, no solo la nuestra, en términos de siglos? Vemos imperios nacer, morir y quedarse olvidados, vemos reyes que se creen absolutos que mueren y se olvidan para ser reemplazados por otros, vemos billones de personas que nacen, se reproducen y mueren. Un hormiguero que crece, que se achica, que se vuelve a agrandar, con millones de hormigas que desaparecen pero con otras que toman su lugar.

La vida es inmortal, no porque no muera, al contrario, porque muere y conquista a la muerte misma al volver a nacer. No importa cuántas veces cortemos el cesped, este siempre vuelve a crecer. Aquí encontramos una clave que nos acerca en nuestra senda del pensar la inmortalidad hacia la solución que buscamos. Cortamos el cesped y, al mes, cuando lo volvemos a cortar pensamos que es el mismo. Lo identificamos como el mismo pasto cuando en realidad es otro pasto. No hacemos lo mismo con nosotros mismos, pensamos que quienes estuvieron antes y quienes estarán después son siempre otros, no nos identificamos con ellos.

Para alcanzar la inmortalidad en el ciclo basta con que dejemos de identificarnos con los pesares, gustos, prejuicios y creencias temporales, caprichosas, producto del ambiente, causado por otros, y nos identifiquemos con la vida, con el fuego, con los otros. Una vez que nos identificamos con los otros alcanzamos la inmortalidad.

He aquí un ejercicio sencillo: Visualize la llama de una antorcha, o quede hipnotizado con el fuego de una chimenea o fogata, identifique cada uno de sus memorias con las llamas y deje que ardan y desaparezcan. Haga lo mismo con todos sus prejuicios e ideas, las que detesta y las que atesora. Al identificar cada una de estas cosas con las llamas o con la madera encendida, dejamos que arda, que brille en todo su esplendor hasta que desaparezcan en la siguiente llamarada.

Parece que hemos dado con el qué de la inmortalidad. ¿La inmortalidad de qué? De aquello con lo que nos identifiquemos. Si nos identificamos con lo pasajero, las posesiones personales, los pensamientos, los recuerdos, los caprichos, las neurosis, los recuerdos, etc., seremos finitos y mortales. La inmortalidad se alcanza al identificarse con la vida que, como el fuego, aunque se marchita, vuelve a nacer.

¿Pero qué hay de la segunda forma de inmortalidad? Ésta se observa sobre todo en cultos solares. Así como hemos analogado la inmortalidad cíclica en el fuego, habremos de proceder ahora con la inmortalidad estable. La inmortalidad de la vida es el fuego, pero la inmortalidad de lo estable es el sol. El sol es fuego, pero el sol es siempre el mismo. Las flores se marchitan, mueren y vuelven a nacer, pero los astros son siempre idénticos. El sol consume hasta los meteoritos que, de impactar en un planeta lo deformarían. El sol sigue su propia órbita, no como los vegetales que crecen dependiendo de dónde tome sol y agua, o como los animales que crecen dependiendo del ambiente. La órbita del sol, a diferencia de los movimientos de la vida, son siempre iguales. Un bosque puede crecer hacia un lado u otro, dependiendo del curso de los ríos, de los incendios forestales o de la temporada de lluvias, el sol siempre sigue los mismos movimientos.

Cuando en un culto se identifica más a la luna se tiende más hacia la inmortalidad de la vida, pero cuando un culto tiende más hacia el sol se tiende más hacia la inmortalidad de lo estable. Éstas dos creencias no van peleadas, pues en cultos totémicos encontramos las dos, vida eterna en los astros o vida indeferenciada en el tótem.

Para terminar este breve pensamiento hagamos otro ejercicio. De manera análoga como abordamos la conciencia de la vida, abordemos la conciencia del sol: Visualicémonos (o sentémonos) en una habitación oscurecida por las cortinas, iluminada a penas por una vela. Identifiquemos todo aquello que nos es pasajero, nuestras posesiones inmediatas, nuestros caprichos, neurosis o pensamientos, en una vela. Nuestra existencia se hace uno en la luz de la vela. Hemos alcanzado la conciencia de la vida. Ahora hagamos correr las cortinas y dejemos entrar al sol. La luz de la vela, que sigue siendo luz, desaparece en la luz infinita del sol.

Éste es el culto solar thelémico.

Su Ley es 93 93/93

Sebastian Ohem 93 93/93

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